miércoles, 20 de mayo de 2009

Sórdida Madrugada

 

Una madrugada que parecía su muerte, Enrique encontró su fin disfrazado de una historia de amor. Esa madrugada conoció al maestro de la mentira, experto ilusionista, adiestrado para engañar con sus maquinaciones.

 

Desahuciado, sin esperanzas, levantó una oración desesperada, pedía al cielo una razón para vivir, esa razón consistía en tener un nombre para susurrar mil veces en el día, alguien que se convirtiera  en su fuente de inspiración.

Esa fuente llego; el diablo actuando como ángel salvador.

 

Sentado en un andén, con una botella de ron en la mano, esperando a una sombra que le arrebatara la vida, fue como de pronto sintió a su lado a quien arrebataría  más que su vida, sus sueños. No supo cuando se acercó, sólo que de repente el con su brazo rozaba su piel.

 

Su nombre; Iván, desearía poderlo olvidar algún día.

 

Tras un cruce de palabras, sus miradas se envolvieron y después quedaron presos por la atracción, inevitablemente sus labios se juntaron. Desde ese momento Iván empezó a inyectarle su veneno a sorbos hasta dejarlo enamorado como el más crédulo e ingenuo de  todos los mortales.

 

En su primera cita fueron a caminar. Mientras subían por el cerro el Volador, Enrique sentía que subía al mismísimo cielo. Ya sobre las hojas secas y bajo el sol fraterno de una mañana Medellinense, la hierba se convirtió en una alfombra voladora. Sentía alcanzar las nubes.

 

Estar con el era vivir un “edén”, un castillo de naipes que puso minuciosamente, un juego de palabras en el que  cayó inocentemente, una cadena de malas intenciones que solo hasta el final pudo descubrir por completo. La adulación hizo más efecto en Enrique que los chocolates o los dulces en una mujer.

 

Su madre, quien es la voz de su conciencia, hubiese querido evitarle (de hecho lo intentó) los golpes que lo postrarían en la soledad y el desengaño.

 

Con sólo escuchar la voz por teléfono del supuesto caballero, a doña Ana, ese sexto sentido que ellas tienen, le reveló que tal príncipe no existía y que aquel era  un timador a l que solo Enrique veía como el hombre  perfecto aún cuando poco a poco sus defectos aumentaran y las cosas en común desaparecieran.

A la señora le basto tenerlo en frente para comprobar lo intuido. Dice que las noches que el hombrecito se quedaba en su casa, doña Ana  no podía dormir por miedo. ¿Miedo a que? Sólo sabía que esa persona no era de fiar.

El amor es ciego pero los vecinos no.

 

 

Jhonny, uno de los amigos de Enrique, el mejor de  ellos, conocía por obra del azar el prontuario de individuo, mas para Enrique eso no era sino el interés de  acabar con su romance.

¿Era posible desconocer lo que para otros era tan evidente? No

Un año después, cuando los recuerdos se hacían cada vez más tenues, Enrique reconoció que en su corazón siempre hubo desconfianza hacia Iván pero la necesidad de amar y ser amado era superior a su cordura.

 

La sabiduría de su madre no sería suficiente; los consejos de su amigo tampoco. Los apostaría todo aunque fuesen remotas las posibilidades de ganar.

 

El  era profesional en el arte del oportunismo por lo que se aseguró  de localizar los aspectos débiles con los que accedería a la voluntad incauta del chico. Los celos, un carácter dominante, la zalamería y la sensibilidad, los requería para obtener el amor del cándido joven.

En una ocasión Enrique llamó entre llanto a Jhonny para contarle que su novio tenía cáncer. Después supimos que eso había sido uno de sus trucos para retenerlo, pues él pensaba terminar la relación.

 

Un par de meses bastaron para que Enrique  dejara de vivir por él para vivir sólo por otra persona.

No volvió a trotar  porque Iván  se cansaba y no podía ya ir solo, no fue más a nadar porque a el le daba pena mostrar su gorditos, nunca  más fue a futbol simplemente porque a  su pareja eso no le gustaba.

Era claro que entre ellos no existía un punto de encuentro pero él ya estaba irremediablemente enamorado.

 

 

La semana santa de ese año fue para él una semana de pasión pero a la inversa pues el domingo pasaría del cielo al infierno.

Casi  todos los fines de semana, doña Ana debía desvelarse sintiéndose con el enemigo en casa, pero ese miércoles irían a casa de Iván. Lo único que él recuerda es que a las cinco de la mañana eran expulsados de allí como dos ladrones. Los demás días de la semana santa, la habitación de enrique se volvió una suite nupcial. Al fin y al cabo el creía estar con el amor de su vida. Aparentemente nada podía arrebatarle la felicidad. Nada excepto que a Iván se le cayera la máscara. Ya no habría más excusa para sostener un amor que sólo él sentía.

 

El domingo  de resurrección seria el fin de los latidos de su corazón, el fin del mundo, de su mundo. Vio en una tétrica taberna del centro a su hombre sentada en las piernas de otro hombre a quien le musitaba alguno de sus encantadores halagos falsos. Se le escaparon los suspiros si como con cada uno de ellos se le escaparan los deseos de vivir y un parpadeo se prolongaba de tal manera que no quería abrir los ojos nunca más.

La escena era contundente, intolerable. En instantes se derrumbó ese palacio de arena brillante que simulaba ser de oro  puro.

El sueño humando de poseer el tiempo se volvió  en su obsesión cuando quiso aniquilar el día en que lo vio danzando sobre su ingenuidad, manchando sus pies con el vino que destilaba su amor.

La costumbre humana de aprender con lo errado se convirtió en un imposible, pues lo detenía la sed de justicia que se negó a esperar de la providencia.

Despedazó los obsequios, los detalles, las fotos, las cartas, a la camiseta que ella le había regalado le puso la plancha adrede. Todo eso lo envolvió en papel de regalo y se lo mandó  el día del idioma con una nota de cumpleaños.

 

Su orgullo y dignidad  fueron más fuertes que ese amor torpe que lo condujo al abismo hasta dejarle huellas imborrables. Seguir anclado a un amor de los que destrozan, más que ilógico puede ser trágico. Todo lo que presume de mágico trae un destino fatal.

Como cientos de mariposas revoloteaban por su cabeza sin poderse librar del peso de la burla, sin poderse perdonar la credulidad ignota que le  hizo levitar hacia una nube de promesas enmascaradas. Nube que disuelta le arrojó con dureza a una realidad  que sea había camuflado de paraíso. Como miles de polillas que mordían su pecho, le aturdieron la indignación de  sus oídos ensoñadores y el estupor por la masacre de su fe ciega. Como un millón de hormigas que recorrían sus venas, se apoderó de él el coraje, quedando su ser poseído por el fervoroso anhelo de recobrar su dignidad ya reducida. Fue todo su ser roído por el comején de la humillación y el solo pensamiento  de imaginarse la serenidad con la que Iván evadió la culpa de hacerle desdichado El recuerdo se adhirió a sus sienes, el moho invadió su mente y la maleza se esparció por sus sentidos. La asfixia lo ahogaba con la imagen de él en la cabeza. Lo desmembró pensar en lo vivido porque todo fue inventado y fingido.

 

Tiempo después era probable que durmiera pensando en él, que la echara de menos, que lo odiara y amara a la vez y evocara las palabras con las que sellaban su amor.

Dicen que el tiempo es el mejor amigo del olvido pero para Enrique se transformó en una obsesión muda, callada  y peligrosa, dañina como el temor que crece sigilosamente. Acabó con sus días y devoró sus noches enteras. Lo aturdía, lo paralizaba, le absorbió la poca lucidez que le quedaba.

 

Ese niño frágil pasó a ser un hombre frío y escéptico. Ya no había inspiración en sus letras, había desvelo y ganas de quemar los minutos. Tanto rencor lo perjudico cual escorpión se entierra su propio aguijón. Sentía gritos que terminarían rompiendo sus tímpanos pero que nadie más en el mundo podía escuchar.

Cuando las mentiras tienen el peso del engaño más cruel, el amor se queda sin defensa y no basta con querer perdonar porque un golpe al corazón no se olvida ni con un golpe en la cabeza. Queda un dolor que no lo sana ni la mano que causó la herida  y quedas daños irreparables hasta por el tiempo pero debía  continuar aunque le hubieran roto las piernas y cercado la ruta que le llevaría a la cima. Debía seguir aunque la frustración  no le permitiera dar un paso más.

 

Enrique continúo la afición de subir a la terraza de su modesta casa  a escuchar música a la luz de la luna  pero de ninguna manera volvería a levantar su mirada hacia ella  pidiendo un motivo de inspiración. No le volvería a expresar sus deseos. El deseó su muerte y la encontró una sórdida madrugada vestida  con un traje de amor verdadero.

 

Otra madrugada con el repugnante aroma de la de entonces, sentado en el mismo andén en el que conoció a Iván, sin ninguna botella de licor en sus manos más igualmente ebrio, él pretendió a manera de acto simbólico, desaparecer de su memoria el amanecer de ese 3 de marzo.

No lo logró, no lo haría mientras a los pies durmiera “tito”, el minino que su amado le regalara. No podía evitar consentir a su mascota sin sentir que estaba consintiendo al ser maligno causante de su infelicidad pese a que se deshizo de casi todo lo que se lo recordará. El se le incrustó en su pensamiento hasta colmar sus días de malestar y desazón.

 

 

Mucho tiempo después, cuando sólo quedaban vagas imágenes, Enrique dejó de invocar la justicia divina, desistió de sus ansias de verlo arrodillada comiéndose sus patrañas como el perro que vuelve a su vómito.

 

Como una amnesia milagrosa, una mañana se despertó pensando en alguien distinto.

 

 

Enrique se volvió a enamorar.