Una madrugada que parecía su muerte,
Enrique encontró su fin disfrazado de una historia de amor. Esa madrugada
conoció al maestro de la mentira, experto ilusionista, adiestrado para engañar
con sus maquinaciones.
Desahuciado, sin esperanzas, levantó
una oración desesperada, pedía al cielo una razón para vivir, esa razón
consistía en tener un nombre para susurrar mil veces en el día, alguien que se
convirtiera en su fuente de inspiración.
Esa fuente llego; el diablo actuando
como ángel salvador.
Sentado en un andén, con una botella
de ron en la mano, esperando a una sombra que le arrebatara la vida, fue como
de pronto sintió a su lado a quien arrebataría
más que su vida, sus sueños. No supo cuando se acercó, sólo que de
repente el con su brazo rozaba su piel.
Su nombre; Iván, desearía poderlo
olvidar algún día.
Tras un cruce de palabras, sus miradas
se envolvieron y después quedaron presos por la atracción, inevitablemente sus
labios se juntaron. Desde ese momento Iván empezó a inyectarle su veneno a
sorbos hasta dejarlo enamorado como el más crédulo e ingenuo de todos los mortales.
En su primera cita fueron a caminar.
Mientras subían por el cerro el Volador, Enrique sentía que subía al mismísimo
cielo. Ya sobre las hojas secas y bajo el sol fraterno de una mañana
Medellinense, la hierba se convirtió en una alfombra voladora. Sentía alcanzar
las nubes.
Estar con el era vivir un “edén”, un
castillo de naipes que puso minuciosamente, un juego de palabras en el que cayó inocentemente, una cadena de malas
intenciones que solo hasta el final pudo descubrir por completo. La adulación
hizo más efecto en Enrique que los chocolates o los dulces en una mujer.
Su madre, quien es la voz de su
conciencia, hubiese querido evitarle (de hecho lo intentó) los golpes que lo
postrarían en la soledad y el desengaño.
Con sólo escuchar la voz por teléfono
del supuesto caballero, a doña Ana, ese sexto sentido que ellas tienen, le
reveló que tal príncipe no existía y que aquel era un timador a l que solo Enrique veía como el
hombre perfecto aún cuando poco a poco
sus defectos aumentaran y las cosas en común desaparecieran.
A la señora le basto tenerlo en frente
para comprobar lo intuido. Dice que las noches que el hombrecito se quedaba en
su casa, doña Ana no podía dormir por
miedo. ¿Miedo a que? Sólo sabía que esa persona no era de fiar.
El amor es ciego pero los vecinos no.
Jhonny, uno de los amigos de Enrique,
el mejor de ellos, conocía por obra del
azar el prontuario de individuo, mas para Enrique eso no era sino el interés
de acabar con su romance.
¿Era posible desconocer lo que para
otros era tan evidente? No
Un año después, cuando los recuerdos
se hacían cada vez más tenues, Enrique reconoció que en su corazón siempre hubo
desconfianza hacia Iván pero la necesidad de amar y ser amado era superior a su
cordura.
La sabiduría de su madre no sería
suficiente; los consejos de su amigo tampoco. Los apostaría todo aunque fuesen
remotas las posibilidades de ganar.
El era profesional en el arte del oportunismo por
lo que se aseguró de localizar los
aspectos débiles con los que accedería a la voluntad incauta del chico. Los
celos, un carácter dominante, la zalamería y la sensibilidad, los requería para
obtener el amor del cándido joven.
En una ocasión Enrique llamó entre
llanto a Jhonny para contarle que su novio tenía cáncer. Después supimos que
eso había sido uno de sus trucos para retenerlo, pues él pensaba terminar la
relación.
Un par de meses bastaron para que
Enrique dejara de vivir por él para vivir
sólo por otra persona.
No volvió a trotar porque Iván se cansaba y no podía ya ir solo, no fue más a
nadar porque a el le daba pena mostrar su gorditos, nunca más fue a futbol simplemente porque a su pareja eso no le gustaba.
Era claro que entre ellos no existía
un punto de encuentro pero él ya estaba irremediablemente enamorado.
La semana santa de ese año fue para él
una semana de pasión pero a la inversa pues el domingo pasaría del cielo al
infierno.
Casi
todos los fines de semana, doña Ana debía desvelarse sintiéndose con el
enemigo en casa, pero ese miércoles irían a casa de Iván. Lo único que él
recuerda es que a las cinco de la mañana eran expulsados de allí como dos
ladrones. Los demás días de la semana santa, la habitación de enrique se volvió
una suite nupcial. Al fin y al cabo el creía estar con el amor de su vida.
Aparentemente nada podía arrebatarle la felicidad. Nada excepto que a Iván se
le cayera la máscara. Ya no habría más excusa para sostener un amor que sólo él
sentía.
El domingo de resurrección seria el fin de los latidos
de su corazón, el fin del mundo, de su mundo. Vio en una tétrica taberna del
centro a su hombre sentada en las piernas de otro hombre a quien le musitaba
alguno de sus encantadores halagos falsos. Se le escaparon los suspiros si como
con cada uno de ellos se le escaparan los deseos de vivir y un parpadeo se
prolongaba de tal manera que no quería abrir los ojos nunca más.
La escena era contundente,
intolerable. En instantes se derrumbó ese palacio de arena brillante que
simulaba ser de oro puro.
El sueño humando de poseer el tiempo
se volvió en su obsesión cuando quiso
aniquilar el día en que lo vio danzando sobre su ingenuidad, manchando sus pies
con el vino que destilaba su amor.
La costumbre humana de aprender con lo
errado se convirtió en un imposible, pues lo detenía la sed de justicia que se
negó a esperar de la providencia.
Despedazó los obsequios, los detalles,
las fotos, las cartas, a la camiseta que ella le había regalado le puso la
plancha adrede. Todo eso lo envolvió en papel de regalo y se lo mandó el día del idioma con una nota de cumpleaños.
Su orgullo y dignidad fueron más fuertes que ese amor torpe que lo
condujo al abismo hasta dejarle huellas imborrables. Seguir anclado a un amor
de los que destrozan, más que ilógico puede ser trágico. Todo lo que presume de
mágico trae un destino fatal.
Como cientos de mariposas revoloteaban
por su cabeza sin poderse librar del peso de la burla, sin poderse perdonar la
credulidad ignota que le hizo levitar
hacia una nube de promesas enmascaradas. Nube que disuelta le arrojó con dureza
a una realidad que sea había camuflado
de paraíso. Como miles de polillas que mordían su pecho, le aturdieron la
indignación de sus oídos ensoñadores y
el estupor por la masacre de su fe ciega. Como un millón de hormigas que
recorrían sus venas, se apoderó de él el coraje, quedando su ser poseído por el
fervoroso anhelo de recobrar su dignidad ya reducida. Fue todo su ser roído por
el comején de la humillación y el solo pensamiento de imaginarse la serenidad con la que Iván
evadió la culpa de hacerle desdichado El recuerdo se adhirió a sus sienes, el
moho invadió su mente y la maleza se esparció por sus sentidos. La asfixia lo
ahogaba con la imagen de él en la cabeza. Lo desmembró pensar en lo vivido
porque todo fue inventado y fingido.
Tiempo después era probable que
durmiera pensando en él, que la echara de menos, que lo odiara y amara a la vez
y evocara las palabras con las que sellaban su amor.
Dicen que el tiempo es el mejor amigo
del olvido pero para Enrique se transformó en una obsesión muda, callada y peligrosa, dañina como el temor que crece
sigilosamente. Acabó con sus días y devoró sus noches enteras. Lo aturdía, lo
paralizaba, le absorbió la poca lucidez que le quedaba.
Ese niño frágil pasó a ser un hombre
frío y escéptico. Ya no había inspiración en sus letras, había desvelo y ganas
de quemar los minutos. Tanto rencor lo perjudico cual escorpión se entierra su
propio aguijón. Sentía gritos que terminarían rompiendo sus tímpanos pero que
nadie más en el mundo podía escuchar.
Cuando las mentiras tienen el peso del
engaño más cruel, el amor se queda sin defensa y no basta con querer perdonar
porque un golpe al corazón no se olvida ni con un golpe en la cabeza. Queda un
dolor que no lo sana ni la mano que causó la herida y quedas daños irreparables hasta por el
tiempo pero debía continuar aunque le
hubieran roto las piernas y cercado la ruta que le llevaría a la cima. Debía
seguir aunque la frustración no le permitiera
dar un paso más.
Enrique continúo la afición de subir a
la terraza de su modesta casa a escuchar
música a la luz de la luna pero de
ninguna manera volvería a levantar su mirada hacia ella pidiendo un motivo de inspiración. No le
volvería a expresar sus deseos. El deseó su muerte y la encontró una sórdida
madrugada vestida con un traje de amor
verdadero.
Otra madrugada con el repugnante aroma
de la de entonces, sentado en el mismo andén en el que conoció a Iván, sin
ninguna botella de licor en sus manos más igualmente ebrio, él pretendió a
manera de acto simbólico, desaparecer de su memoria el amanecer de ese 3 de
marzo.
No lo logró, no lo haría mientras a
los pies durmiera “tito”, el minino que su amado le regalara. No podía evitar
consentir a su mascota sin sentir que estaba consintiendo al ser maligno
causante de su infelicidad pese a que se deshizo de casi todo lo que se lo
recordará. El se le incrustó en su pensamiento hasta colmar sus días de
malestar y desazón.
Mucho tiempo después, cuando sólo
quedaban vagas imágenes, Enrique dejó de invocar la justicia divina, desistió
de sus ansias de verlo arrodillada comiéndose sus patrañas como el perro que
vuelve a su vómito.
Como una amnesia milagrosa, una mañana
se despertó pensando en alguien distinto.
Enrique se volvió a enamorar.
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